La taberna más antigua de Valencia sigue en plena forma y, casi dos siglos después, mantiene el pulso del barrio marinero. Casa Montaña, fundada en 1836, su barra de mármol y sus toneles sobreviven al tiempo con una energía que contagia. Hoy, además, presume de haber sido distinguida como “Mejor Bar de Vinos de España”, un reconocimiento que confirma lo que los clientes ya intuían al cruzar la puerta.
Quien entra, repara primero en el brillo de la barra de mármol, en la madera pulida por miles de codos y en los toneles que ordenan la sala. Al fondo, la bodega respira silenciosa entre estantes que acumulan botellas y memoria. En El Cabanyal, a un paso del mar, el local sirve vino por copas con criterio y cariño, guiado por una casa que desde 1994 capitanea una familia enamorada del oficio. Aquí el tiempo no se ha detenido: ha aprendido a servir mejor.
Historia viva de una taberna fundada en 1836
La historia comienza en 1836, cuando el barrio aún olía a salitre, redes y madera de barcas recién calafateadas. Aquella primera taberna era un lugar de trato directo, con barricas a la vista y un mostrador que hacía de frontera porosa entre vecinos y visitantes. Con los años, el relevo familiar conservó la esencia: vino a granel, tapitas sencillas y una liturgia de barrio que educa sin darse importancia. Hay una frase que resume el espíritu de la casa, repetida con orgullo por quienes la cuentan: “aparentemente, nada ha cambiado desde 1836”.
No es del todo cierto, y eso la hace más interesante. La fachada se remozó, la sala ganó calidez y la bodega creció con referencias nacionales e internacionales, pero la estética se sostuvo en un equilibrio virtuoso. Los toneles siguen marcando el ritmo visual y el mármol de la barra conserva esa frialdad amable que invita a apoyar la copa. La continuidad del espacio no es nostalgia vacía: es una decisión para que la experiencia se parezca a la de siempre y, al mismo tiempo, beba de los vinos de hoy.
El gran punto de inflexión moderno llegó en los noventa, con una nueva etapa de gestión que apostó por una carta dinámica y un servicio más afinado. Desde entonces, la casa ha recibido a generaciones de vecinos, escritores, cocineros y curiosos que vienen a comprobar cómo un bar puede ser archivo y presente a la vez. El mérito es mantener la naturalidad: aquí nadie posa para la foto, la foto sale sola porque la escena es auténtica.
Un bar de vinos con mayúsculas
Lo que de verdad distingue a esta taberna es su condición de bar de vinos en toda regla. La bodega supera con holgura el centenar de referencias y puede rozar el millar en temporadas señaladas, con una rotación que privilegia la diversidad y la conversación. Se sirve mucho por copas, una decisión inteligente que permite descubrir estilos sin compromiso, abrir horizontes y ajustar la elección al ritmo de la mesa. La pizarra del día es una brújula que cambia con el viento, los hallazgos y el estado de ánimo del sumiller.
La selección no se limita a etiquetas conocidas. Conviven denominaciones clásicas con proyectos pequeños, generosos de crianza larga con espumosos mediterráneos, blancos salinos con tintos de perfil goloso y frescos de montaña. La orientación del equipo de sala es parte de la experiencia: preguntan, escuchan y recomiendan sin imponer, cuidando la temperatura y la vajilla, vigilando que cada copa sea un pequeño viaje. Es un servicio discreto y atento, que entiende que el vino es cultura compartida.

El reconocimiento como “Mejor Bar de Vinos de España” no llegó por un golpe de suerte, sino por una constancia que se palpa en el día a día. Detrás hay catas, formación y una curiosidad de taller que no se conforma. El resultado es un bar donde un clásico puede convivir con una rareza y donde el cliente sale con la sensación de haber aprendido sin recibir lecciones. En tiempos de cartas clónicas, esa personalidad vale oro.
Qué pedir: clásicos que no fallan
La cocina habla en voz clara y ancla la experiencia en el producto. Aquí el bacalao se presenta en brandada cremosa o en croquetas livianas, con un punto de sal que reclama un blanco vibrante o un generoso seco. Las anchoas de Santoña llegan carnosas, apenas maquilladas por un buen aceite, y se llevan de maravilla con un espumoso que limpie y afile el paladar. Cuando es temporada, las clóchinas valencianas salen fragantes, dulces, con salsita para rebañar; piden un blanco marítimo que subraye su ternura.
En la pizarra laten también los michirones, guiso humilde de legumbre que reconcilia al comensal con la cuchara, y las sardinas que, con su chispa grasa, llaman a un tinto joven de fruta franca o a un rosado con nervio. Si aparece el tomate del terreno, basta un corte limpio y un aceite honesto para sellar el plato. No hace falta complicarse: la cocina del lugar entiende que el vino pide sabores claros, intensos pero precisos, sin exceso de artificio ni salsas que oculten.
Quien prefiera un recorrido puede alternar medias raciones y tapas, encadenando bocados y copas en un ritmo que acompasa la charla. El equipo sugiere maridajes sin solemnidad, ajusta la secuencia para que el paladar no se fatigue y propone cambiar de copa cuando el plato lo agradece. Es una gramática propia: cada elección tiene sentido y, cuando no lo tiene, lo encuentra al segundo sorbo.
El Cabanyal, barrio, mar y memoria
Hablar de esta taberna es hablar de El Cabanyal, un barrio que mezcla casas modernistas, calles estrechas, mercado cercano y el rumor del puerto. Aquí la vida transcurre con autonomía orgullosa, y la taberna funciona como puente entre la memoria vecinal y el visitante curioso. A mediodía, la luz entra oblicua y anima la barra; por la tarde, la marea es de conversaciones largas que se pegan a los azulejos. Al caer la noche, el ambiente gana complicidad y la sala se convierte en refugio amable.

El entorno importa porque explica la personalidad del local. El barrio marinero aporta una cultura de producto que se nota en el plato, una economía del gesto que evita florituras innecesarias y una ética de servicio que prioriza la cercanía. No es un decorado para turistas; es la vida real con sus ritmos y pausas. Por eso conviven vecinos de siempre, estudiantes, viajeros y amantes del vino que han convertido la visita en rito.
Llegar es sencillo y, una vez dentro, conviene entregarse al compás de la casa. Quien tenga prisa puede quedarse en la barra, pedir un par de tapas y una copa bien tirada; quien disponga de tiempo se sentirá cómodo en sala, dejándose guiar por la carta. En ambos casos, la experiencia es una conversación entre el barrio, la cocina y la bodega.
Visitar hoy: consejos prácticos
Si vas a mediodía, la mejor franja suele ser la que arranca temprano, cuando la barra despierta y aún hay hueco para elegir sitio. A media tarde, el ritmo baja y es un momento excelente para explorar la pizarra por copas con calma. Por la noche, conviene planificar: el ambiente se anima, la rotación aumenta y la barra es un gran escenario para ver el servicio en directo y dejarse aconsejar.
La reserva es recomendable para mesa, sobre todo en fines de semana y fechas señaladas, pero la casa sigue honrando el espíritu tabernero: quien se acerque sin aviso tiene oportunidades en la barra o en mesas altas. La etiqueta de barra es sencilla y lógica: turnos corteses, plato compartido si conviene, copas en su sitio y conversación a volumen de vecindad. La casa agradece el interés por los vinos y se nota cuando el cliente pregunta con curiosidad genuina.
En cuanto al presupuesto, el rango es moderado a amplio según la elección de vinos. Beber por copas permite ajustar el ticket y descubrir estilos sin dispararlo; las botellas abren la puerta a referencias singulares. La estacionalidad manda en ciertos platos, como las clóchinas, y la pizarra se adapta a lo que llega mejor del mercado. Si buscas una experiencia completa, alterna un clásico de la casa con una sugerencia reciente y equilibra blancos, espumosos y tintos para mantener el paladar despierto.
Voces y reconocimientos
La casa ha cosechado premios a lo largo de su trayectoria, pero el espaldarazo como “Mejor Bar de Vinos de España” consolidó su papel de referencia. Importa, sobre todo, porque reconoce un modelo que combina patrimonio y vanguardia líquida: conservar el alma de la taberna y, a la vez, abrir botellas que cuentan lo que pasa hoy en viñedo y bodega. Quien atiende la sala no recita medallas; prefiere dejar que la copa hable y que el cliente saque sus propias conclusiones.
En el relato del local asoma una declaración de principios: “aparentemente, nada ha cambiado desde 1836”. Detrás, sin embargo, hay horas de cata, criterio en la compra y un trabajo silencioso de conservación del espacio. Los clientes veteranos lo notan cuando vuelven después de años y encuentran la misma luz, el mismo gesto al servir, las mismas paredes que guardan sus conversaciones. Los recién llegados lo agradecen porque la autenticidad se siente sin necesidad de explicaciones.
Ese equilibrio entre permanencia y movimiento define la casa. No se trata de repetir fórmulas, sino de sostener una idea: un bar puede ser escuela de vino sin perder la sonrisa ni la espontaneidad. Aquí aprendes porque te apetece, no porque te lo exijan. Por eso las recomendaciones funcionan y por eso los reconocimientos no suenan huecos: están respaldados por una experiencia concreta y repetible.










